Hace muchos, muchos años, en un país muy lejano y triste, escondido en un pueblo muy chiquitito existía un árbol de medida considerada. En esta tierra pocos osaban a sonreír y la culpa la tenía esa, ya duradera y pesada, guerra. Los niños se entretenían subiéndose a ese árbol que para ellos era tan grande ya que ellos decían que les servía como segunda casa, la casa donde solo los niños y niñas de ese pueblo.
Hefesto era un niño el cual a muy temprana edad fue rechazado por su familia a caus de las peleas entre sus parientes.
Un día en el que ya había pasado casi todo riesgo de bombardeo, Hefesto decidió salir hasta el árbol para trepar hasta lo más alto que pudiera, ya que se había peleado con su “madre”.
Trepó y trepó hasta que en un segundo, ni eso, en un solo parpadeo Hefesto notó como estaba cayendo árbol abajo.
Al despertar notó mucho calor y, sin abrir los ojos, ya sabía que estaba envuelto en un lugar alumbrado por una luz roja. Cuando al fin osó a abrir esos grandes planetas que tenía como ojos vió que estaba rodeado por engranajes, fuego y máquinas que jamás había visto.
A su lado vio un papel en el que decía: Esta máquina vas a tener que arreglar ya que le debes un favor a tu padre si no no saldrás de aquí, Hefesto.
Y eso mismo hizo, en su cabeza solo se repetía la palabra vete, vete, vete. Se sentía como un dios, arreglado todos esos engranajes y cadenas las cuales parecían haber sido diseñadas en su memoria.
Al terminar se sentó, apreció ese trabajo tan bien hecho que acababa de ejecutar y cerró los ojos, al abrirlos ya no sentía ese calor sofocante de la, por él nombrada, sala de máquinas si no que volvía a notar esa suave pero fría brisa de su pueblo.
No le gustaba la idea de volver a la normalidad, se había sentido bien y apreciado, aunque no hubiese habido nadie con él mientras arreglaba esa máquina, pero así tuvo que ser así que retornó a su silencio tan común en él y empezó a andar hacia su “casa”